miércoles, 1 de diciembre de 2010

Dulce otoño.

Recuerdo que era tarde. Tarde, en este caso, son las tres de la mañana. Volvíamos en coche de la playa después de haber pasado una agradable velada juntos. Tú estabas preciosa, y a mi tan sólo me preocupaba estarlo para ti. No preparé ningún tema específico de conversación, tampoco tú parecías haberlo hecho. Hablé de la inmensidad del mar. Y me sonrojé pensando en la inmensidad de tus ojos. Paralelismo directo. Hablamos del restaurante y coincidimos en que el servicio aquella noche fue exquisito. Hablamos del color de mi coche, algo arriesgado. El lila, para ti, sólo era un color de temporada. No me preocupaba, era un deportivo y yo me moría por comprar un monovolumen contigo. Hablamos de la crisis, y de lo poco que nos afectaba gracias al trabajo y al esfuerzo invertido años atrás. Recordamos etapas pasadas: fiestas universitarias, desfases y demás. Alterados los dos. Tú, con ganas de aprovechar la vida te mostrabas. Justo después te besé, me lo pedían tus ojos. Lo deseaban mis labios. Lo recuerdo bien. Después seguimos hablando, esta vez mirando al cielo. Mirando al infinito. Y nos perdimos. Nos perdimos entre preguntas del tipo ¿de dónde venimos? ¿adónde vamos?  Y me resultaron atractivas, no sé si por los grados de alcohol ingerido durante la cena o por las clases de Filosofía de un antiguo profesor. Creo que fue una mezcla de las dos. El caso es que surgieron de la nada pensamientos y reflexiones que hicieron de esa noche una noche para recordar. Comprendí que tengo miedo a los altibajos, a las crisis de pareja, a la soledad, a la multitud, a los viajes en metro, a lesionarme en algún partido de fútbol y a las matemáticas. También comprendí que el miedo iba a existir siempre, y que me haría fuerte. No somos más débiles por tener miedo. Es más, me arriesgaría a decir que todos vivimos con miedo a lo desconocido. Así que decidí olvidarme de mis miedos, y aprovechar cada momento como si fuera el último. Te convencí a ti también. Y bajo el influjo de esta reflexión nos fuimos. Subimos al coche y pusimos rumbo a casa sin pisar demasiado el acelerador por si no teníamos, después de esta, otra vida. Octubre lloraba, y nosotros reíamos orgullosos bajo sus lágrimas.

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